viernes, 18 de enero de 2013

La mirada frontal ("Amour")




En los primeros minutos de Amour (Michael Haneke, 2012), los ancianos protagonistas de la historia regresan a su confortable apartamento y encuentran la cerradura forzada, quizás con un destornillador, quizás para robarles o perturbar su intimidad pero, al menos, en apariencia, sin éxito alguno. Nunca volverán a hablar de ello pues no estamos en una película de Haneke como Caché (2005) o Funny games (1997) donde el espacio material –materialista– de sus personajes burgueses era quebrado mediante acciones delictivas. En Amour ese peligro que desestabiliza el orden de una vida proviene del interior del ser humano, del cuerpo de uno mismo que se resquebraja por razones naturales. Aunque ellos no se den cuenta todavía, su hogar, en esa precisa escena, ya ha sido profanado por un sujeto invisible llamado enfermedad que les va a destruir sin que puedan evitarlo. Si en el prólogo de la obra Haneke nos muestra el desenlace del relato, es para que no pensemos, inocentes, que existe una escapatoria al dolor. Los dos villanos de Funny games rebobinaban la película para que constatáramos nuestra indefensión de rehenes. En Amour, de igual forma, ese prólogo nos niega cualquier atisbo de esperanza y nos predispone para sufrir su rigor hasta el desenlace de la cinta.

El cineasta austriaco no ha cambiado en su última película ni el estilo ni la temática de su obra previa. La ternura hacia sus personajes solo es la contrapartida a la vulnerabilidad extrema que estos nos desvelan. De hecho, Haneke se ha liberado de lastres secundarios para hacer más terrible si cabe la agonía de Anne y Georges. La vejez es una tortura, es un tormento tan temible como la misma muerte y el cineasta, una vez más, nos obliga a mirarla de frente, sin atajos ni edulcorantes, con toda su vergüenza, su tristeza y su desolación. Ninguna película de terror lograría incomodarnos tanto como esa secuencia en que se asoman los primeros síntomas de Anne, cuando su cuerpo se queda de pronto inerte, vaciado por un parásito interior que le devora su identidad. El cineasta rueda esa escena sin alterar en apariencia la cotidianeidad del desayuno, manteniendo el pulso de un plano/contraplano que no deja espacio sobrante en el encuadre para apartar la mirada de esa realidad.

El mundo de Georges y Anne se ha trastocado para siempre. Sin embargo, la vida en el exterior del piso continúa, la puesta en escena sigue su curso inicial con impávida exactitud quirúrgica. Lo mismo que les ocurre a sus hijos, absortos por sus problemas. Lo mismo que al resto de secundarios que entran y salen del film sin que puedan aliviar el dolor del matrimonio. Las mejores escenas de Amour son, sin duda, aquellas en las que ambos tratan de emular una existencia corriente y entonces constatan su definitivo extrañamiento, como ocurre con la visita del pianista, antiguo alumno de Anne, que les habla de un pasado perdido y de un futuro de éxitos del que tampoco podrán participar. Ni el dinero, ni la educación, ni la cultura ni los recuerdos son a la postre refugios contra la enfermedad. De nuevo Haneke derriba los diques de la existencia burguesa y nos enfrenta a nuestros mayores miedos; como su puesta en escena, desnudos, desprotegidos. Solo el amor, quizás, podría salvarnos cuando el dolor se convierta en insoportable y la existencia pierda su sentido original.

Todo ello está dentro de Amour. Su visionado genera tal grado de tensión y de incomodidad que, en esta ocasión, el propio Haneke recurre a varias pausas en mitad de la película. La primera supone un sueño del protagonista que se transforma en pesadilla y que le despierta con un grito en mitad de la noche. Miserable descanso que, sin embargo, nos aparta por un momento de la realidad pegajosa del apartamento. El segundo sucede tras una escena tremenda en la que los sentimientos son explotados hacia el límite de sus posibilidades, cuando Anne rehúye beber en acto de rebeldía y Georges debe salir del cuarto con una excusa para no desmoronarse por completo. Entonces la película se detiene –es un minuto casi exacto– y comienza una secuencia de tránsito formada por una sucesión de cuadros paisajísticos que, por un instante –inocentes, una vez más–, parecen reconfortarnos aunque, tras esos bellos telones, solo se encubra la llegada de un momento sin vuelta atrás en la vida de los personajes. Mientras en otras películas de Haneke –como en Funny games o en El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003)sucedían determinadas sorpresas e imprevistos que causaban nuestro desasosiego, en Amour ocurre lo contrario: es la inexistencia de sorpresa alguna que nos salve, que dé un giro, cualquiera, a esta historia, la que la hacen una película tan áspera, tan cruda, tan extraordinaria al fin.  

Amour. Director y guionista: Michael Haneke. Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, William Shimell, Ramón Agirre, Rita Blanco. 127 minutos. Francia/Alemania/Austria, 2012. 

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