martes, 29 de enero de 2013

Fetichismo y biopics ("Hitchcock")





En 1965, el director italiano Ermanno Olmi realizó uno de los biopics más particulares jamás vistos, una biografía del Papa Juan XXIII que prescindía de la figura de este, su protagonista, reemplazado por un Rod Steiger que se movía por el film sin ánimo imitativo, como un intermediario entre los ambientes y las experiencias del Papa con sus espectadores. Olmi –protagonista de este mes en cartelera– pretendía evitar con este método precisamente los fundamentos que sustentan el género del biopic: la reproducción sustitutiva e ilusoria de un personaje ausente mediante su disfraz superficial. Precisamente los fundamentos de una película como Hitchcock (Sacha Gervasi, 2012) que, ya desde su título –en grandes, publicitarias letras–, nos señala el fetichismo cinematográfico que va a primar en este retrato del carismático cineasta, resucitado, más que encarnado, por Anthony Hopkins y su fantástico equipo de caracterización.

Y es que a pesar de encontrarnos predispuestos al artificio de la película, resulta inevitable contener la respiración al reconocer el estreno de Con la muerte en los talones (North by northwest, 1959) y distinguir, entre la nube de fotógrafos y admiradores, al auténtico Alfred Hitchcock recorriendo la alfombra roja del teatro. Con su tono y su dicción británica, su oronda silueta y su traje negro, este Hitchcock se nos presenta como una alucinación tan vívida que fagocita por completo el desarrollo de la historia posterior. Compone una marioneta perfecta en su apariencia pero a la postre difícil de mover, casi un monstruo de Frankenstein que, melancólico, descolocado, actúa con incredulidad ante nosotros. Su dificultad de movimientos permite, por una parte, tratar una de las paradojas de su personalidad: la frustración permanente por vivir atado a un disfraz grotesco. Actor y personaje coincidirían así en su soledad de perennes siluetas públicas. Por otro lado, sin embargo, dicha rémora desemboca en la incapacidad del cineasta para profundizar la superficie de dicho disfraz, considerada también la inanidad del guion y de la correcta puesta en escena.




Hitchcock es un proyecto subsiguiente de otro biopic cinematográfico, Mi semana con Marilyn (My week with Marilyn, 2011), basados ambos en la recreación de una época desde la idealización de la gran pantalla. Poco tiene que ver con aquel magnífico retrato de un cineasta, Cazador blanco, corazón negro (White hunter, black heart, 1990), en el que Eastwood sí logró penetrar en la esencia de su admirado John Huston. En este caso, los desdoblamientos entre la ficción y la realidad –o la ficcionalización de esa realidad– apenas nos descubren nada que no fuera previamente público: ni la obsesión de Hitchcock con las rubias, ni los problemas con la censura en Psicosis (Psycho, 1960) o su macabro sentido del humor. Había dos grandes temas –dos obsesiones– que podían ser interesantes pero los dos son tratados con manifiesta torpeza por el director Sacha Gervasi. La afinidad de Hitchcock con el asesino Ed Gein es ilustrada mediante su fantasma (¡!) que se aparece al cineasta en sus momentos de crisis. Los impulsos homicidas de este –manifiestos, por ejemplo, en el sadismo que impregna su película Frenesí (Frenzy, 1972)– alcanzan su cumbre en la escena de la ducha, arruinada por completo al introducir insertos mentales de su mujer o de su teórico amante como si aún hiciera falta más información sobre sus motivaciones secretas.

Existe, por tanto, una contradicción latente en la película causada por la confluencia en un mismo cuerpo del auténtico Hitchcock y de su sosias caracterizado, del Hitchcock real y de su doble en pantalla. Siempre bajo la línea de flotación, supone un halo de inquietud que nunca estalla porque, finalmente, decide enterrarse en su falso final feliz, tan falso como que las obsesiones sexuales de Hitchcock, lejos de terminarse con Psicosis, se iban a acrecentar en sus dos films junto a Tippi Hedren –sobre los que también se ha rodado un reciente biopic para televisión–. Sucede, por ejemplo, en la secuencia en la que el Hitchcock “ficticio” contempla las fotografías “reales” de sus actrices pasadas, entre ellas Grace Kelly o Kim Novak, que reflejan su deseo de una vida imposible, la de su doble. O las miradas desoladas del personaje desde la silla del director, como si el acto de dirigir fuera para él un castigo en lugar de un placer, una actividad que le recuerda su permanente distancia con la vida real. Pero son estos destellos fugaces, insuficientes, que la película no está dispuesta a desarrollar más allá de sus términos de corrección política. Se diría casi que sus recovecos de oscuridad forman parte de la figura pública de Hitchcock tanto como la música de su programa o su ingenio británico; quizás aceptados, convencionales incluso, que deben figurar en este retablo de viñetas que atenuará pero, seguramente, no saciará el instinto voyeurístico sobre la vida privada del gran voyeur cinematográfico.

Hitchcock. Director: Sacha Gervasi. Guionistas: John J. McLaughlin y Stephen Rebello, basado en el libro de este último. Intérpretes: Anthony Hopkins, Helen Mirren, Toni Collette, Scarlett Johansson, Jessica Biel. 98 minutos. Estados Unidos, 2012. 

sábado, 26 de enero de 2013

Apostar sobre seguro ("El lado bueno de las cosas")




David O. Russell siempre ha poseído un desconcertante sentido del humor que se le pudo aceptar en la sátira bélica Tres reyes (Three kings, 1999) pero que rebosó los límites de lo admisible por Hollywood en Extrañas coincidencias (I Heart Huckabees, 2004), aquella comedia sobre detectives existenciales que apenas recaudó el coste de su realización. Entre esta y la siguiente The fighter (2010) se sucedieron para él seis años de silencio con una película frustrada por en medio: otra comedia extravagante con el título Nailed y que, según se dice, nunca llegaremos a ver por discrepancias con los productores. Por aquel entonces Russell había tocado fondo para la industria y, por lo tanto, era comprensible que aceptara realizar un biopic con tema pugilístico para salvar su carrera. El movimiento estratégico salió bien –la película se haría con dos Oscars a interpretaciones de reparto– y mejor aún ha salido su siguiente maniobra en El lado bueno de las cosas (Silver linings playbook, 2012), nominada de nuevo a numerosos premios de la Academia.

No se puede decir, sin embargo, que el cine de David O. Russell haya vuelto a la normalidad anterior a 2004 a pesar de que en esta recobra -sutilmente, de fondo- cierto humor satírico muy reconocible. Quizás en su próximo film intente retornar a historias más personales o quizás esta sea la evolución lógica de su filmografía. Lo cierto es que El lado bueno de las cosas no deja de ser, en esencia, la misma película que The fighter, disfrazada en este caso de comedia romántica. Los combates de boxeo de aquella son transmutados por un concurso de baile. La figura de la madre sobreprotectora cambia por la del padre maniático y violento. Un personaje es tímido e inseguro mientras el otro acusa una bipolaridad sin diagnosticar. Sus guiones poseen idéntica estructura: ambas narran la lucha de un personaje por superar las patologías surgidas de un ambiente familiar disfuncional por medio de una actividad a la larga beneficiosa.

Es una lástima que en 2010 olvidara escribir la crítica sobre The fighter, ya que ahora podríamos haberla puesto en relación con esta. La primera mitad de ambas es, de nuevo, la más interesante en su retrato de un núcleo familiar del que surgen tensiones derivadas en violencia y autodestrucción. Cuando Pat regresa a casa del sanatorio, en la pared del recibidor ve colgado el retrato de su hermano mayor mientras el suyo asoma detrás de un florero, escondido a la mirada curiosa de las visitas. Si la relación desigual entre hermanos se intuye como una causa de incomodidad, aquí está resuelta de manera fugaz para dar protagonismo a la figura del padre, de quien emerge la violencia en el hogar de la familia Solitario. Comparte Pat con el boxeador Mickey O’Keefe su carácter de perdedor resignado y así mismo compartirá la solución a ello: la aparición en sus vidas de una bella mujer que le da la confianza para salir adelante. La película se titula El lado bueno de las cosas y por ello la rabia de ese ambiente no se concentrará en un adversario físico sino en su transformación en movimiento a través de la danza.

The fighter acusaba demasiado en su desarrollo la dependencia de los hechos reales, pues era sabido por todos que el personaje ganaría su combate y se haría con el título de campeón. De repente, los problemas con su familia desaparecían y el discurso trágico se convertía en optimismo inexplicable: aquel núcleo familiar que originaba sus conflictos podía cambiar, de la misma forma que él, para alcanzar entre todos una felicidad compartida. Exactamente lo mismo ocurre en esta nueva película, pues otra vez las rigideces personales lograrán dirigirse hacia un reto –con hora y lugar convenidos– en el que dirimir para siempre sus disputas. Puesto que El lado bueno de las cosas está propuesta desde el ángulo de la comedia –a pesar de los tintes dramáticos que asoman en su primer tercio–, el cambio de perspectiva del film debe aceptarse con menos inconvenientes que en la otra. Su desenlace no es, en absoluto, menos obvio que aquel. Sin embargo, la ligereza con que se nos presenta sí se consiente menor autoridad moral. El protagonista debe afrontar la vida con optimismo si quiere superar su enfermedad mental. Si el espectador pretende participar de la película debe cumplir a su vez con las reglas del género y disfrutar así de la utopía regeneradora que propone. Basta con atender al curso que sigue el personaje de Ronnie, el amigo de Pat cuyos instintos agresivos –causados por la presión de la vida familiar– se evaporan en el aire con extraordinaria facilidad.

En cierto modo, El lado bueno de las cosas podría haber sido una sátira perversa de la clase media norteamericana. Otra American beauty (Sam Mendes, 1999), por ejemplo. No me cabe duda que el humor y el talento de David O. Russell conspirarían en secreto hacia esa dirección. Por ello el film alcanza un vínculo tan satisfactorio con todo tipo de espectadores, porque en su mansa aceptación de lo convencional se intuye una voluntariedad que a veces el cineasta comparte con nosotros. A lo largo de su proceso de recuperación, Pat desecha leer obras maestras como Adiós a las armas debido a sus finales dramáticos. Cuando es invitado a una cena entre amigos elige ponerse la camiseta de su héroe deportivo, ya que esta le hace sentir más seguro ante los demás. Paso a paso, el film abandona su escepticismo y abraza de esa manera el mensaje bienintencionado que justifica su realización. En favor del cineasta hay que reconocer una espectacular dirección de actores –De Niro, de nuevo, actúa–, un estilo de notable vitalidad y unos fantásticos diálogos. Russell utiliza la banda sonora sin apabullar al espectador. Sabe sacar partido de todos los secundarios –son geniales, por ejemplo, los padres de Tiffany o el psicólogo forofo del fútbol–. Consigue que cada escena tenga un vigoroso ritmo interno. Y factura, en definitiva, un producto modélico que empieza en un sanatorio mental y termina en un travelling circular entre luces navideñas. Un regalo de cumpleaños.

Silver linings playbook. Director: David O. Russell. Guionista: David O. Russell, basado en la novela de Matthew Quick. Intérpretes: Bradley Cooper, Jennifer Lawrence, Robert de Niro, Jacki Weaver, Chris Tucker. 120 minutos. Estados Unidos, 2012. 

miércoles, 23 de enero de 2013

El latido del universo ("Bestias del sur salvaje")




La libertad humana ha de ser algo distinto a ese concepto individualista y romántico que rechaza las relaciones de dependencia entre entidades físicas simbolizadas por una cadena. Existen las cadenas de hierro forjado, atadas al tobillo para señalar una esclavitud social como la que ilustra estos días el cartel de Django unchained (Quentin Tarantino, 2012). Y esas deben ser rotas, desde luego. Existen, sin embargo, otras cadenas naturales de las que el ser humano forma parte y que nunca deberíamos olvidar como las que trata Bestias del sur salvaje (Beasts of the Southern wild, Beith Zeitlin, 2012), la película revelación del año. En palabras de la niña protagonista, “veo que soy una pequeña parte de un gran, gran universo y siento que así debe ser”. Algo se intuye en el film sobre la esclavitud social –ese muro construido para separar dos sociedades desiguales–, pero es la otra, la universal, de la que nos habla el discurso del cineasta. Quizás la crisis ecológica de nuestro planeta, quizás también la descompensación mundial, se deban en gran medida a que nuestra idea de libertad esté basada en la liberación de esas cadenas en lugar de la consciencia –satisfecha, sin rémoras– de pertenencia del ser humano a ellas. 


En los prolegómenos de la película, Hushpuppy merodea por el granero escuchando los latidos internos de una gallina, pues “todos los corazones laten y bombean y se hablan de formas que no entiendo”. El propósito de la niña será entonces el de encontrar durante su viaje el orden que rige ese universo caótico, cruel incluso, del que ella forma parte. Una madurez integrada en el seno de la naturaleza. Un reencuentro con la naturaleza salvaje que el cineasta nos hace sentir desde la corteza de sus imágenes ásperas, de prodigiosa vida nuclear. “El universo entero depende de que cada pieza encaje en su lugar” nos dirá más adelante. La integración del ser humano depende de su relación física con las cosas que le rodean, con sus ritmos y sus centros secretos que el cineasta atiende para nosotros, asumiendo la convivencia de la vida y la destrucción, del realismo exacerbado y sucio y de la fantasía arcaica que liga con la ciencia-ficción de tintes apocalípticos.

En Bestias del sur salvaje fondo y forma participan de un mismo espíritu, como partes de un todo superior. Cuando uno se refiere a la extrema originalidad de la película no se trata de una ruptura con modelos anteriores que esta haya superado. Bestias… es, por el contrario, un pastiche que alcanza la libertad creativa mediante la combinación de una miríada de referencias conjugadas por su puesta en escena. Nunca negando, sino afirmando las dependencias de su imaginario con los cuentos infantiles, la narrativa de Mark Twain, las leyendas del sur, el cine de catástrofes o el drama familiar, surge de todo ello una amalgama única, libre por madura, personal, valiente, voraz. En ocasiones, Zeitlin debe introducir su cámara más allá de la corrección -dentro de una olla hirviendo, en las entrañas de un animal- para captar texturas y sensaciones que reconcilien su discurso con las partículas que lo forman. Su película propone así un realismo mágico que atiende primeramente al realismo entendido como descripción de ambientes y superficies tales como el poblado chabolista de la “bañera”, la vida en el río –inevitable evocación del Mississippi de Twain–, la calidez estridente del prostíbulo o ese hospital en que los personajes son desposeídos de su identidad, esta vez sí, como seres que se saben libres.

El año pasado fueron a coincidir en cartelera un cúmulo de películas que especulaban un hipotético fin del mundo, algunas de cineastas importantes como Lars Von Trier, Abel Ferrara o Jeff Nichols. Bestias del sur salvaje también participa de esa temática aunque rehúye la desesperación propia de unos personajes burgueses y educados en la cultura del pecado y el castigo divinos. La particular comunidad de seres –humanos y animales– que habitan la “bañera”, al sur de la gran barrera delimitadora, ejemplifican, por el contrario, la idiosincrasia de una cultura basada en la adaptación constante a las rotaciones de ese mundo que sienten como un cuerpo próximo. Mientras su trama, sus comportamientos, sus imágenes pueden resultar desoladoras –en el fondo, narra la historia de una niña y su padre enfermo–, su mensaje se eleva al final en voz reconfortante pues, sin levantar la vista del horizonte que divisan los personajes, Zeitlin dirige sus conflictos hacia la adquisición de una fuerza interior, inmanente al individuo, que se endurece y sobrevive a las catástrofes para seguir –inevitable recuerdo del Katrina y Nueva Orleans– sin miedo hacia adelante, adonde lleguen los caminos imprevisibles del sur salvaje.

Beasts of the Southern wild. Director: Behn Zeitlin. Guionista: Behn Zeitlin y Lucy Alibar, según la obra de esta. Intérpretes: Quvenzhané Wallis, Dwight Henry, Levy Easterly, Lowell Landes, Pamela Harper, Gina Montana. 91 minutos. Estados Unidos, 2012.