martes, 30 de octubre de 2012

El espectro del capitalismo




Detrás de las ventanillas tintadas de una limusina la realidad se percibe lejos, difusa, incomprensible, como si se tratara del futuro o hasta de un pasado anacrónico. Las ventanillas son estrechas, de formato panorámico, y a menudo se confunden con las pantallas virtuales que pueblan el interior y que proporcionan afluentes de números, datos, teorías y conjeturas sobre los nanosegundos, el mercado libre o el capital cyborg. En ese mundo abstracto y atemporal vive el protagonista de Cosmópolis (David Cronenberg, 2012), recluido en el cóncavo vientre de su vehículo autónomo, su nave espacial. ¿Dónde va a encontrar Eric Packer la materia por la que discurre el presente? ¿Cómo saber qué ocurre en la calle desde la perspectiva ingrávida de los mercados de capital? “Los números corren, el dinero crea el tiempo. Solía ser al revés, el tiempo aceleró el triunfo del capitalismo. (…) El presente es difícil de encontrar. Ha sido eliminado para abrirle camino al futuro, el mercado sin control es un gran potencial para invertir. Y el futuro se hace inexistente”.

La realidad ha sido destruida por el capitalismo, o al menos lo que entendíamos como realidad. El tiempo es ahora de su estricto dominio, pues han conseguido abstraerlo de su curso original hacia un presente infinito y perfecto, sin esperanza, sin futuro, sin mañana. Extrañamiento del mundo y de nuestra imposible relación con él. Nada puede ser desde entonces humano, ni siquiera los seres humanos que deambulan por la película como fantasmas de otra época, como miembros de aquel convite de sombras llamado El año pasado en Marienbad (L’année dernier à Marienbad, Alain Resnais; 1961) al que nos recuerda tanto. Destruyendo el futuro esperanzado se anula la capacidad de soñar, de amar, de imaginar. Sobran así las transiciones, los gestos gratuitos; el cine, en su versión corporativa, plenamente capitalista como la interpreta David Cronenberg, es una sucesión de conversaciones densas y científicas dirigida hacia su propia colisión. A bordo de esa limusina que parece no llegar nunca a su destino, el tiempo es un valor inalterable, inhabitable y superfluo.


Durante la escena del almuerzo en la cafetería, cuando marido y mujer eventuales conversan sin escucharse frente a un aperitivo, dos hombres aparecen lanzando ratas muertas a los clientes. Una enorme pantalla proclama en la calle el gobierno de un espectro, “el espectro del capitalismo” mientras una rata gigante se pasea por las avenidas. Parecen secuencias extraídas de Existenz (1999), la obra donde Cronenberg exploró su terror a una virtualidad fuera de control que sustituya a la realidad. El miedo a no poder distinguir lo real de lo ficticio, como le ocurría al antihéroe de Spider (2002) aunque también, en mayor o menor medida, a todos sus antihéroes, es el universo madre de Cosmópolis.

Su joven protagonista, propietario de una inimaginable fortuna virtual, habitante solitario de esa limusina matriz que le acuna y le arrulla en su cavidad interior, recorre la película sin moverse por sus espacios, permanentemente estático, despegado del resto de la humanidad. Vaga como un alienígena en busca de sensaciones que le demuestren su naturaleza, tras un deseo sexual insatisfecho de completitud que intenta saciar a través de la adquisición de objetos y obras de arte, como hacía Charles Foster Kane; a través del sexo incompleto, de la frustrada posesión de su esposa inmaculada, de la violencia, de la violencia autoinfligida, de la tecnología. Por momentos, Eric Packer es el personaje de Cronenberg que ha conseguido superar con más éxito su condición humana y traspasar las barreras de la identidad individual. Pero en ese contexto paralelo que se ha creado solo descubre el vacío de su propia perfección. “Somos personas del mundo. Necesitamos comer y hablar” le dice a su esposa en un intento desesperado por entrar en contacto con ella. Desde la primera vez que le vemos, en la secuencia inaugural de Cosmópolis, Packer ya ha decidido su autodestrucción, pues ese trayecto hacia su vieja barbería supone un viaje hacia atrás, hacia el pasado que él mismo había eliminado de la realidad.


Al final, la perfección del sistema conduce inevitablemente a su hecatombe, la que ahora mismo centra nuestro debate social. Por eso parece increíble que Cosmópolis fuera escrita, predicha casi, por Don DeLillo hace diez años, cuando solo se comenzaba a intuir la catástrofe que se cernía sobre nuestro sistema. Solo Cronenberg podía adaptar con esta fidelidad el espíritu paranoico e intelectual del escritor neoyorquino. Y lo hace atrapando el espectro que sobrevuela la novela, la acechanza del capitalismo global, de la dictadura del nanosegundo, para aplicarla a la precisa construcción de la puesta en escena y de su imposible trama. Una simulación de película que trata de advertirnos de su naturaleza desde los títulos de crédito donde las pinceladas superpuestas de Jackson Pollock imitan, de alguna manera, la superposición formal de diálogos e imagen, contenido y forma, intelectualismo y narrativa, desarrollados por el cineasta para iluminar la silueta misteriosa, aterradora, del espectro. 

Cosmópolis. Director: David Cronenberg. Guionista: David Cronenberg, basado en al novela de Don DeLillo. Intérpretes: Robert Pattinson, Paul Giamatti, Juliette Binoche, Samantha Morton, Mathieu Amalric. 108 minutos. Canadá/Francia/Portugal/Italia, 2012. 



viernes, 26 de octubre de 2012

En el país de la violencia




artículo publicado originalmente el 26-06-2012 (http://blogs.elcomercio.es/viajesaningunaparte/2012/06/26/en-el-pais-de-la-violencia/)
 
Miss Bala (2011) es una película fallida. Así lo han señalado la mayor parte de los críticos tras su breve paso por salas españolas. A primera vista, su trama de traficantes y policías fronterizos es tan confusa que resulta imposible seguirla en un solo visionado. En el piso inferior se encuentran, además, fallos de guion considerables, como la elisión de personajes importantes –me refiero a la amiga de la chica, para quienes la hayan visto–, las reacciones insólitas de algunos de ellos o el simple capricho argumental que, definitivamente, obligan a replantearse las desventuras de esta aspirante a reina de la belleza cuya vida cambia tras un tiroteo nocturno en el que será secuestrada por unos mercenarios; irrumpiendo, como la pequeña Alicia, en el país de las maravillas y la violencia estructural.


Se convierte así Miss Bala en un caso realmente curioso, ya que los errores del guion y la dirección propician un cambio en los términos de su contrato con el público. Queda descartada como thriller de suspense de corte realista y se convierte, por lo tanto, en una película de terror, un film paranoico, histérico, la aventura kafkiana de una miss en un rodeo de situaciones imprevistas de fascinante sordidez. Bajo la sombra tenebrosa del mejor David Lynch, Miss Bala supone un disfrutable viaje a los infiernos de la corrupción y las falsas apariencias; generosa en sangre, sed, sexo y atmósferas turbias.

Una película gratuita, incomprensible, amenazadora. Su director Gerardo Naranjo ya nos había maravillado hace quince años con su cortometraje Perro negro, que comparte con Miss Bala su clima de espera prolongada, su clima de muerte, tan mexicano. Basta el rostro en primer plano de Stephanie Sigman para trenzar la sugerencia siniestra. Rostros, silencios tensos, ásperos claroscuros: utilizados los tres en la violación a bordo del coche, que ilustra perfectamente la fuerza narrativa de Naranjo, resuelta con una sola palabra –un aterrador encuérate–, con un tempo prolongado hasta la extenuación, un tibio travelling desde el interior del 4×4 hacia la chica y otro semejante desde el exterior, que solo permite entrever las sombras en la ventanilla del coche; la borrosa superficie de una pesadilla interminable.


Sería del todo imposible rastrear en Miss Bala los senderos que transita la violencia, cuál es su origen y cuál su propósito. El horror aguarda en cada esquina en forma de secuestros, asesinatos o tiroteos. Y especialmente para las mujeres. Un apacible plano de un hombre izando una cuerda se convierte, a través de una grúa ascendente, en la exposición pública de un cadáver. Un descampado es el escenario perfecto para una irracional emboscada de la DEA, que agrede de nuevo a la protagonista en su camino de regreso a casa, víctima una y otra vez de la brutalidad más pueril. Incluso un viaje en carretera, a la vera de un peaje, puede transformarse en una batalla frenética entre bandas, cuya abstracta barbarie parece, por momentos, trasladarnos a un mundo paralelo, extraño, regido por normas desconocidas como las que rigen los recovecos de la propia Miss Bala. Muy recomendable para un viaje de ida y vuelta.

martes, 23 de octubre de 2012

Muñecas pálidas


No es fácil presentar al francés Bertrand Bonello, un cineasta desconocido en España porque hasta este año, hasta Casa de tolerancia (L’apollonide, 2011), su filmografía estaba inédita en las salas de nuestro país. No es fácil presentarle, de todos modos, porque su cine visceral, sinuoso, de clara disposición hermética, rehuye los comentarios rectos, cortados según el patrón. Tendríamos que explicar primero que Bonello ha sido músico antes que cineasta y que su esposa es la directora de fotografía de sus films. Entre ambos, estrecha pareja creativa, proporcionan a cada película el valor de una sinfonía, una composición artística de notas y acordes, de luces y sombras intercaladas en el seno de una ficción. Sus obras son humo, fragancia, tacto, conjunto de sensaciones consolidadas en el arte unificador del tiempo y del espacio. Un cine a menudo desconcertante porque su tema narrativo funciona de tema rítmico, de motivo conceptual para ligar variaciones de música, de tiempo, rostros, cuerpos, diálogos, referencias ajenas y propias.

Bonello juega –porque eso hace, juega– con las imágenes y los personajes que componen sus films; manipula sus formas expresivas hasta que el resultado no se parece a nada anterior. Sus films, de hecho, no se parecen a ningún otro. Es vano compararlos a los de Luis Buñuel, a los de Mizoguchi o a cualquier director con cierto grado de proximidad, porque también en sus referencias, en la combinación de originalidad y copia, pasado y presente, realidad y sueño, luz y oscuridad, es donde reside el efecto final de su obra. Casa de tolerancia no emite ningún comentario unidireccional sobre el tema de la prostitución y la situación de la mujer. Está rodada como si se tratra de una casa de muñecas manejada por el director, que mueve a sus marionetas sin vida, sus prostitutas recluidas en ese espacio cerrado, para observarlas con ánimo de entomólogo. Justamente el mismo capricho del personaje protagonista de Tiresia (2003), quien secuestraba a una prostituta con el fin de admirarla cada día en exclusividad.


Las mujeres que habitan esa “casa de tolerancia” son figuraciones del deseo masculino, del deseo del cineasta, que se reserva un pequeño papel como invitado a una orgía perversa de mujeres únicas, señaladas por alguna cicatriz en su aspecto físico. La obsesión de Bonello por el sexo señala su filmografía desde Le pornographe (2001), lúcido ajuste de cuentas con la generación de mayo del 68 y las sombras dejadas por su fracaso. Desde entonces, abundan en su cine los hombres que persiguen la realización del placer a costa de la perversión, como el director pornográfico de aquella o el también director convertido a una secta en De la guerre (2008). La consecución del placer deseado y realizado por los sentidos enlaza así en sus películas la admiración de la belleza, por un lado, y la convivencia con la sordidez, por el otro. Extremos opuestos de una misma cuerda.

En Casa de tolerancia de nuevo resalta esa ambigüedad incómoda que alcanzan sus imágenes. Las prostitutas de la mansión viven rodeadas de un entorno sublime que estimula todo tipo de fantasías y proposiciones sensuales. Nunca vemos, por el contrario, las escenas gráficas de sexo ni los instantes dolorosos en sus vidas, sino resquicios de tramas imperfectas, retazos de perfume saturado que oculta, como en los cuellos de las chicas, el olor asfixiante del laberinto de la mansión. Cuando la chica más joven de la casa abandona el espacio para regresar a su hogar, su cuerpo desaparece de la película sin despedirse pues rebasa los márgenes de observación del director, su teatro de muñecas enfermizas, pálidas, sus muñecas rotas.

Durante la última escena del film tendrá lugar en la casa una fiesta de máscaras que, curiosamente, libera por una noche a las chicas de su máscara cotidiana. Las formas han cambiado desde los tiempos de Casa de tolerancia, pero el rastro de su enfermedad contagiosa, de la sífilis que obliga a cerrar la mansión o del esperma que se derrama finalmente por sus lagrimales, pervive hasta nuestros días como dicta la secuencia final de ambiente contemporáneo. Mientras sus clientes utilizan la máscara para ocultar su identidad real, las chicas arrastran grabada la suya como lacra que las aparta del resto de ciudadanos: una sonrisa sardónica esculpida en su rostro con el filo de un cuchillo punzante. 


L’apollonide. Director y guionista: Bertrand Bonello. Intérpretes: Noémie Lvovsky, Hafsia Herzi, Céline Sallette, Jasmine Trinca, Iliana Zabeth. 120 minutos. Francia, 2011.

domingo, 21 de octubre de 2012

Películas imaginarias




Empecemos con un pequeño spoiler. ¿Qué es lo mejor de Eva? ¿Qué significa ese título que, a primera vista, recuerda tanto a Lo mejor de mí (2007), la ópera prima de Roser Aguilar? ¿A qué se referirán los creadores de la película con ello? La respuesta la encontramos en los minutos finales, pero es una voz en off la que nos lo confiesa de forma literal. Lo mejor de Eva es, ni más ni menos, "la vida que nunca tuvo", es decir, el personaje que nunca fue, la película que podría haber sido, la que nunca llegó a rodarse; lo mejor de Eva es algo que no vemos ni veremos. Lo mejor de Eva no es más que un guantazo de Barroso en la cara del desdichado espectador.

Mucho peor. Resulta que es cierto, que la mayor cualidad de una película como Lo mejor de Eva (2012) es el surtido de películas, de historias, de relatos que podría haber sido y que, al final, no fue. Porque, a fin de cuentas, ¿qué nos quiere contar Barroso con esta trama de asesinato y corrupción? Seguramente algo sobre las consecuencias de una educación represiva, de una sociedad hipócrita donde solo unos pocos privilegiados tienen el derecho a liberar sus instintos de forma impune. Lo dejo como una propuesta personal, tan válida como cualquier otra, porque sería mucho más fácil citar las palabras con que abre y cierra el narrador y que nos describen, de forma explícita, los sentimientos y frustraciones de la protagonista: una jueza instruida por su padre desde que era niña para juzgar, decidir, dividir a las personas entre inocentes y culpables. Eso, al menos, nos dice ella.


Desconozco quién es el guionista Alejandro Hernández, pero ninguna de las películas que le he visto me han convencido. Ni Hormigas en la boca (2005), el intento más ambicioso de Mariano Barroso y, en gran medida, el más fallido, ni Malas temporadas (2005), la peor película de Martín Cuenca. Su influencia en Lo mejor de Eva debe de ser determinante, pues Barroso ha demostrado ser un gran director cuando ha tenido al lado a Juan Cavestany, a Joaquín Oristrell o a Luis Marías. En esta, su peor obra, se les ha olvidado esconder las hechuras del trabajo con una dejadez impropia de guionistas expertos. Por ejemplo con la figura de la hermana de Eva, que aparece como intermedio del relato criminal con una regularidad, y unas frases de apuntador, más que sospechosas, siempre para escuchar a la jueza o para decirle lo que debe o no debe hacer. Desde ahí lo demás es disparate.


Parece que fue un espejismo el éxito de dos obreros como Daniel Monzón y Enrique Urbizu en los Premios Goya de 2010 y 2012, respectivamente. En el cine español sigue sin haber espacio para los buenos artesanos. Antonio Hernández acaba de rodar El capitán Trueno (2012), ahí lo dejo. Grupo 7 (2012), de Alberto Rodríguez, el mejor thriller español de la temporada, no se hubiera rodado sin la participación de Mario Casas, el ídolo juvenil de moda y de intratable dicción. En cuanto a Lo mejor de Eva, si ha logrado cerrar su presupuesto, ha sido rindiéndose ante el famoso “Duque” como protagonista, cuyo trabajo de personaje es tan terrible cuando se propone interpretar “en serio” como terrible cuando muestra músculo y sonrisa de gimnasio a una impertérrita -por perdida- Leonor Watling.


En fin, que es una pena escribir sobre películas fallidas, pero es más triste ver a un cineasta interesante rodar una obra de este palo: aséptica, fría, inútil, demasiado madura para adolescentes y demasiado superficial para adultos. Lo mejor de Eva es la vida que nunca tuvo. Estos son los restos.

Lo mejor de Eva. Director: Mariano Barroso. Guionistas: Alejandro Hernández y Mariano Barroso. Intérpretes: Leonor Watling, Miguel Ángel Silvestre, Nathalie Poza, Adriana Ugarte. 93 minutos. España, 2012.