miércoles, 28 de noviembre de 2012

Reencarnaciones





Defiendo la teoría de que en toda película fallida, por muy fallida que resulte esta, o por muy equivocado que sea su planteamiento, existen al menos una o dos escenas que revelan su verdadera naturaleza. Son instantes que el director visualizaba con mayor claridad, por ser más personales, quizás, o por llevar también más trabajo, y que a buen seguro nacieron en los orígenes del proyecto, allí donde se intuía la atmósfera deseada que, lamentablemente, fue perdiéndose en las distintas fases hasta llegar al espectador. Hitchcock las definía como aquellas secuencias que permanecen en el recuerdo cuando las luces se apagan, las que sostienen la idea principal durante el desarrollo de una obra.

En la última película de Antonio Chavarrías, titulada Dictado (2012), esa secuencia es sin duda el suicidio del personaje de Mario, situada en los primeros diez minutos como prólogo a la oscuridad por venir. En ella, una escena cotidiana como es el baño nocturno de una niña se transforma en una experiencia terrorífica cuando el padre desarma una maquinilla de afeitar y entra en la bañera sin quitarse la ropa. El naturalismo de la escena, aderezado con las risas ingenuas de la niña, migra progresivamente hacia una furtiva inquietud que culmina en el plano final de la sangre rebosando la bañera, esculpido a la perfección por el sutil diseño de sonido en ausencia de banda musical. A través de un estilo realista y en apariencia sosegado, Chavarrías logra trasladarnos al corazón mismo del cine de género, sin máscaras ni fuegos de artificio que lo adornen.

Lo que ocurre con Dictado es que, al margen de esta escena aislada, ninguna otra alcanza un mínimo grado de desasosiego para un supuesto thriller. La madre de sus problemas es un guion que pretende jugar con muchas cartas sin quedarse con ninguna, huyendo del concepto de género a través del naturalismo para regresar después a las tumbas profundas del tópico, dignas en su torpe final del artesano más yanqui del ramo. A estas alturas ningún director debería sentirse avergonzado de realizar género puro y duro, ni siquiera el más europeo de ellos como quizás se vea Antonio Chavarías. El error seguro es hacer género sin reconocerlo, tratando de casar una historia fantástica de reencarnaciones con un melodrama familiar sobre la paternidad.

Personalmente, discrepo de su tono melifluo, lánguido, tenue, sin chicha. Creo que sus personajes están mal descritos, o apenas descritos a pesar del esfuerzo de Barbara Lennie, la mejor del reparto, por darle profundidad psicológica más allá de la superficie. Considero que los recursos que utiliza para producir inquietud no funcionan, pues de nuevo Chavarrías minimiza la tradición del género utilizando herramientas tan sutiles como ingenuas: ahí están el lazo del pelo de la niña o sus inanes conversaciones con el padrastro. Y, por delante de todo lo demás, pienso que nunca debería haberse rodado un guion con semejantes agujeros, que sostiene su intriga en un ocultamiento de información demasiado obvio; no solo para el espectador, sino también para sus protagonistas.

Dictado se plantea como una reflexión sobre el odio, sobre la violencia que atraviesa las líneas temporales y generacionales hasta alcanzar a la infancia. Con un argumento similar, Kubrick rodó El resplandor (The shining, 1980), una obra maestra del género a base de resquebrajarlo mediante audacias estéticas. El más desconocido Jonathan Glazer también rozó sus entrañas en Reencarnación (Birth, 2004), película escrita por Jean-Claude Carrière que guarda notables semejanzas con Dictado, tanto en argumento (idéntico) como en la convivencia entre género y naturalismo, sospecha y cotidianeidad, fantasía y melodrama de familia. Curiosamente, las dos obras también coinciden en su ingeniería: recordemos la escena en que Nicole Kidman compartía bañera con un niño, por entonces muy polémica debido a que no se trataba de violencia, sino de sexo de lo que se hablaba bajo la superficie de aquellas aguas. La bañera, de nuevo, componía la escena identificable de aquella película, la más recordada: Antonio Chavarrías, al menos, parece que aún la recuerda.

Dictado. Director y guionista: Antonio Chavarrías. Intérpretes: Juan Diego Botto, Barbara Lennie, Mágica Pérez, Marc Rodríguez, Ágata Roca. 95 minutos. España, 2012.



jueves, 22 de noviembre de 2012

Los frutos del espino



A pesar de que este Amor bajo el espino blanco (Shan zha shu zhi lian, 2010) –la penúltima obra del cineasta chino Zhang Yimou–, sea en realidad la adaptación cinematográfica de una historia real a su vez novelada previamente por la escritora Ai Mi; es decir, a pesar de que sea un relato compuesto por varias rescrituras sucesivas hasta caer en su estatuto final de obra filmada, la película de Yimou solo confirma su dirección narrativa en el bello epílogo que nos informa de que el espino blanco, y con él la memoria de los jóvenes amantes que protagonizan el relato, yace sepultada bajo la presa de las Tres Gargantas, la ciclópea construcción que encarna la identidad actual del estado chino.

Sin salirse, por tanto, de los cánones que han cimentado el estilo naturalista de Zhang Yimou -el de Sorgo rojo (Hong gao liang, 1988) o El camino a casa (Wo de fu qin mu qin, 1999)-, su nueva película se aproxima a las preocupaciones tratadas en el cine de la Sexta Generación -la de Jia Zhangke o Wang Xiaoshuai-, en torno a la memoria, el presente y la desorientación de la nueva sociedad capitalista. En todos ellos, la construcción de la presa sirve de motivo temático que induce a preguntarse por la pervivencia de ese pasado sumergido en las entrañas del pueblo chino. Con las palabras “Jing regresa cada año en memoria de Sun. Ella cree que el espino blanco florece aún bajo el agua”, la película está lanzando al aire una interpelación al público sobre la que se ha sostenido su historia amorosa. ¿Es capaz este pasado de sobrevivir a la velocidad fulgurante del presente impuesto por el sistema capitalista? ¿Existe un espacio en la actualidad reservado para esta clase de relatos emocionales? O también, quizás, ¿está a tiempo Zhang Yimou de recuperar la pureza de estilo exhibida en sus primeras películas?

La respuesta sería probablemente negativa, en concreto a la tercera interrogación, que es la única que podemos contestar desde aquí. No resulta suficiente para ello el retrato femenino de la obstinada Jing, ni la delicadeza con que se nos narra la historia de los amantes, ni tampoco los apuntes sociológicos que amplían el contexto a los primeros años de la Revolución Cultural. Amor bajo el espino blanco, como su propio título indica, es un relato idealizado que, dentro de las nuevas coordenadas realistas, evoca una historia de amor estética, pulcra, emotiva pero apenas conmovedora si la comparamos con su referente más claro, la magistral El camino a casa en la que la historia de amor y el curso de la naturaleza se entretejían con absoluta naturalidad para coadyuvar a su final feliz por encima de los condicionantes sociales.

El adversario de los jóvenes Jing y Sun es, por el contrario, el curso del tiempo que, aparentando favorecer a los amantes, trama entre las sombras el final trágico que ya nos había pronosticado el tono elegíaco de su narración. A raíz de esa diferencia radical en su argumento, el cineasta prioriza la inocencia nostálgica del relato para convertir en rito cada escalón del proceso romántico. Los personajes secundarios, incluida la madre de la chica, están situados en función de su influencia en el destino de los jóvenes. La técnica de los intertítulos, por ejemplo, sirve para suavizar las bruscas elipsis que concentran el tiempo en lo esencial según lo decide ese mismo recuerdo evocado. No hay, por tanto, una temporalidad liberada de sus consecuencias salvo los instantes que ambos comparten juntos, como la escena del baño a mediodía o el paseo en la bicicleta de Sun.

El nuevo film de Zhang Yimou dispone una estructura aparentemente cronológica donde el tiempo parece fluir con naturalidad hacia un futuro esperanzado. Pero a su vez está narrada desde el punto de vista contrario, desde la conciencia de su final hacia la remembranza de sus inicios, en lento descenso por la memoria herida de la chica y con ella de toda la comunidad. De forma paralela, esa mirada en retroceso es también la del propio cineasta chino, que intenta recuperar la pureza de sus orígenes mediante la sutil introducción de ese color rojo tan característico de su obra: el de los frutos del espino que resurgen en el abrigo rojo con el que la chica corre al encuentro de Jung contra todas las circunstancias. El color rojo de los frutos que quizá sobrevivan sumergidos bajo el agua de las Tres Gargantas como testigos elocuentes de una Historia que arrastra sin piedad personas, palabras, secretos y castas historias de amor.

Shan zha shu zhi lian. Director: Zhang Yimou. Guionista: Yin Li Chuan y Gu Xiaobai, basado en la novela de Ai Mi. Intérpretes: Zhou Dongyu, Shawn Dou, Rina Sa, Chen Taisheng, Xi Meijuan. 114 minutos. China, 2010. 




domingo, 18 de noviembre de 2012

Jóvenes culpables





A la hora de comentar una película como Tengo ganas de ti (Fernando González Molina, 2012), cuando surge la ineludible idea de que solo se trata de un divertimento elaborado para adolescentes, deberíamos recordar el magnífico artículo escrito por Jesús Palacios para su antología Euro Noir. Seria negra con sabor europeo y titulado “Ni rebeldes ni causa: delincuencia juvenil en el cine español de los 90”. En esas páginas se desgranaba con lucidez el (mal)trato estremecedor dado a los jóvenes en nuestro cine, descritos siempre como culpables de un delito primigenio y a la vez acosador. Películas como Historias del Kronen (Montxo Armendáriz, 1995) o las Mentiras y gordas de nuestra admirada ministra Sinde (Albacete, Menkes, 2009) mostraban una juventud inconsciente sin respeto alguno por la moral. Una juventud que debe pagar sea cual sea su delito, mediante una llamada a comisaría o mediante la muerte propiciada por sus propios excesos.

Cuanto más ligera sea la apariencia externa de un producto, más alerta deberíamos estar sobre su contenido. Esta saga que comenzó con 3 metros sobre el cielo (Fernando González Molina, 2010) y que, afortunadamente, solo consta de dos novelas, finge presentarnos a un personaje rebelde, heroico, de supuesto atractivo irresistible. Se hace llamar H y compite a diario en carreras de motos ilegales, entrena en un gimnasio de boxeo y en realidad poco más, ya que prima en sus historias el cuento romántico destinado a una generación crecida entre Justin Bieber y los vampiros de Crepúsculo (Twilight, 2008). Resulta que el origen de nuestro héroe se halla en el descubrimiento de la infidelidad de su madre, un hecho que iba a derrumbar el sistema de valores burgueses que le habían enseñado pues, desde entonces, se opone al mundo de los adultos como un renacido y musculado James Dean.

Hasta ahí todo podría ir bien. O al menos no tan mal. Sin embargo, los problemas vienen ahora: ese héroe es Mario Casas. Y tampoco esto importa demasiado, podríamos haberlo superado, podría ser admisible si no fuera por la cantidad de penalidades y tragedias que le ocurren al chico a lo largo de esta película y de las dos si conseguimos sumarlas. Recaen sobre él tremendas culpas, generadas por sus actos, que encubren un grado atroz de conservadurismo aún dudo si profundo o superficial y cuál de los dos es más pernicioso. En la cumbre emocional de Tengo ganas de ti llegan a confluir en paralelo una carrera de motos “a muerte”, la ruptura definitiva de una relación sentimental, un suicidio alentado por el fantasma de un amigo muerto (¡!), un intento de violación a cargo de un par de productores televisivos (¡!) y el velatorio de una madre moribunda a causa del cáncer (¡!).

Se le agotan a Tengo ganas de ti los recursos del culebrón tradicional. Si no supiéramos que el guion corre a cargo de Ramón Salazar –director, por ejemplo, del musical sobre transexuales 20 centímetros (2005)– podríamos alcanzar a creérnosla en su amplia dimensión desesperada. Bajo la tópica lluvia redentora, que siempre proporciona ambiente a esta clase de secuencias, los personajes deben lavar sus misteriosas culpas a través del dolor, del sufrimiento, del martirio personal. ¿Pero de qué son culpables? El resto de la película apenas nos cuenta una historia de amor previsible entre adolescentes guapos, ricos, que viven en amplios apartamentos en el centro de Barcelona, que tienen aficiones artísticas, encuentran trabajo sin dificultad y pasan largas estancias en Londres.


Si son culpables de algo es de vivir bajo un régimen moral añejo dispuesto a advertir a nuestros jóvenes de los peligros de la independencia, la rebeldía, la transposición del camino marcado. A pesar de que en la película los adultos estén vacíos, sean adúlteros o incompetentes, o precisamente por ello, apropiándose de sus errores para su calvario particular. Es curioso que en ninguna de las dos películas surjan conflictos externos a los protagonistas: son sus sentimientos los que provocan la desgracia. Sus deseos de participar en un programa de televisión –¿pero de qué época estamos hablando?–, sus dudas emocionales, sus amores, sus inquietudes y preocupaciones.

Basta para apreciar la película el tratamiento dado a un tema tan controvertido como el aborto. La subtrama que vive el personaje de Nerea Camacho –protagonista de Camino (2008) para más morbo añadido–, separada de la película como subtrama de relleno, podría haber sido perfectamente un noticiario de los años cincuenta sobre educación sexual. El pasado que persigue a los personajes es el mismo que sigue implantado en la filosofía que destila Tengo ganas de ti. El cine español debería poder competir en taquilla con la industria norteamericana, pero si este es el precio a pagar por ello, quizás deberíamos reconsiderarlo. 

Tengo ganas de ti. Director: Fernando González Molina. Guionista: Ramón Salazar, basado en la novela de Federico Moccia. Intérpretes: Mario Casas, Clara Lago, María Valverde, Nerea Camacho, Marina Salas, Álvaro Cervantes. 124 minutos. España, 2012.