domingo, 30 de septiembre de 2012

Ficción y realidad




Deben de existir muy pocas películas en la historia del cine que hayan sido escritas, dirigidas e interpretadas por los miembros de una misma familia. Pienso ahora en Dublineses (The dead, 1989) de John Huston junto a sus hijos Tony y Angelica, o incluso en algunas obras de Francis Ford Coppola como El Padrino (The Godfather, 1972). En todo caso, un número exiguo que podría justificar la controversia surgida en torno a Carmina o revienta (2012), el debut como director de Paco León dirigiendo a su madre, Carmen Barrios, y a su hermana María León.

Controversia por partida doble, pues comienza en su intento de ofrecer la película simultáneamente en todos los formatos, una táctica que ya debería ser habitual pero que se ha encontrado con múltiples oposiciones en el seno de la industria española. Poco se puede discutir sobre un tema tan manido como de obvia respuesta, pero lo que sí me ha sorprendido a estas alturas son las confusiones producidas por el género de la cinta, a la que algunos han tratado como documental, otros como mockumentary o como juego entre la ficción y la realidad. Me sorprende y me extraña que muchos críticos hayan confundido la vida real de sus actores con los personajes que interpretan, suponiendo que la base autobiográfica de muchas escenas –en el fondo no tantas– implicara un compromiso con lo real, y digo la palabra real, por supuesto, siempre entre comillas. Basta decir que, si el personaje de la madre lo hubiera interpretado pongamos que Carmen Maura, esta discusión nunca hubiera tenido lugar.


Carmina o revienta es, desde cualquier punto de vista, una película de ficción, con un presupuesto de más de cien mil euros y una composición de la escena eminentemente teatral, sea esta improvisada o de estricto trabajo de dirección. El hecho de que muchos personajes hablen a cámara en largos monólogos, por ejemplo, ya lo había hecho Woody Allen en los años setenta, incluyendo, de igual manera, datos de su vida privada en el desarrollo del guion. Suponemos que los personajes son parodias, o tiernas caricaturas, de la familia del propio León, pero su papel está convocado por el desarrollo de la trama: el robo de unos jamones que funciona como mcguffin para la afluencia de situaciones con un humor de Almodóvar modesto y andaluz.

Por si quedara el más mínimo rescoldo de dudas, despeja el panorama la cita que cierra la narración. “La diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción tiene más sentido”. El propósito de una película como Carmina o revienta no es, en ningún caso, reflejar una realidad que, además, se intuye poco agraciada en su asomo de cine social, sino realizar un homenaje cálido, personal y sincero a la madre del director y con ella a la esperanza, la naturalidad y el afán de supervivencia de todas las mujeres luchadoras de nuestra eterna intrahistoria. 


Setenta minutos son suficientes para ello, y su gran mérito consiste en amenizarnos un relato intrascendente con una comicidad fresca, cotidiana, construida con una humildad y una falta de pretensiones tan notable como agradecida. Puede que Carmina o revienta vaya a ser recordada por su arriesgado modelo de distribución, o por los premios recibidos en el Festival de Málaga de 2011, pero si resulta un modelo a seguir en alguno de sus aspectos, es como cine barato, casi amateur, realizado al margen de una industria moribunda que ya no ampara ni a sus hijos predilectos, es decir, los del medio televisivo.

Carmina o revienta. Director y guionista: Paco León. Intérpretes: María León, Carmen Barrios, Paco Casaus, Ana Mª García. 71 minutos. España, 2012. 

Amores de juventud




Los edificios son construcciones humanas que conservan y ordenan la memoria de un pueblo. Como el cine, podríamos afirmar.

En Un amour de jeunesse (2011), la tercera película de Mia Hansen-Love -directora francesa de tan solo treinta y un años-, la chica protagonista encuentra en el aprendizaje de la arquitectura la herramienta que otorga sentido a su vida. No es tan solo una vocación adolescente sino un arma que parcela, compartimenta, clasifica y estructura el caos de sus sentimientos en el tránsito por las brumas de la pubertad. A través del arte, del arte práctico y necesario, del arte útil, la película nos permite seguir el proceso de madurez de un personaje que sana sus heridas mediante el ejercicio artístico.


Mia Hansen-Love demuestra en su tercera obra ser una directora tan cerebral como intuitiva, que se deja arrastrar por las imágenes sin perder la consciencia del viaje. La vida está hecha de azares y procesos, pero rara vez reconocemos estos hasta que se completan. Un amour de jeunesse resulta mucho más que un testimonio del primer amor posesivo y del sentimiento de plenitud romántica, tan francés, por cierto. Es una película autobiográfica en la que el montaje enlaza escenas, paisajes, cuerpos, miradas arrancadas a tirones del tiempo y reordenadas por la memoria de la directora en una construcción arquitectónica que nos permite revivirlas y examinarlas desde la distancia necesaria.

Al igual que un edificio de innumerables habitaciones, la película supera el límite geográfico del autor y autoriza al público, de forma individual, a otorgar su propio sentido al fluir de esas imágenes. En este paseo por la memoria reconstruida es posible entrar y salir de las habitaciones, detenerse en algunas preferidas o recrearse en la fantasía de sus vanos ocasionales. La película comienza con dos personajes incompletos y termina con uno solo pero ya formado, concluido, con rasgos de ambos y de ninguno. Sobre la historia de un primer amor herido surge una reflexión sobre la individualidad y la soledad como necesaria afirmación de uno mismo.

Un amour de jeunesse. Directora y guionista: Mia Hansen-Love. Intérpretes: Lola Créton, Sebastian Urzendowsky, Magne-Havard Brekke, Valérie Bonneton. 110 minutos. Francia/Alemania, 2011. 





viernes, 28 de septiembre de 2012

Demasiado ruido


Christopher Nolan siempre ha sido un cineasta de notable inteligencia. Alguien diferente, con una mirada original. Así lo demostró desde el principio con la magnífica Memento (2000), donde la reconstrucción de la memoria personal modificaba la percepción de lo real, formando un laberinto de minotauro similar al construido en la reciente Origen (Inception, 2010), a la que separan diez años de coherente evolución formal. Ahora Christopher Nolan es un cineasta de notable ambición y su última prueba es El caballero oscuro: la leyenda renace (2012), donde sobrepasa con nota los márgenes de la densidad narrativa que parece perseguir desde su anterior entrega de Batman.


La carrera de fondo de Nolan aún no ha terminado pero, hasta el momento, se dirige hacia la conformación de un estilo propio y desproporcionado, en el que las reflexiones filosóficas, o pseudofilosóficas, se vertebran dentro de estrepitosos blockbusters en los que el abuso de la música y los efectos sonoros, el ruido, la confusión y el deseo de apabullar al espectador de la sala dificultan cada vez más la compresión de su discurso. Existe una contradicción primordial en el último cine de Nolan entre la pátina de profundidad que pretende conferir a sus obras y la velocidad a que las cuenta, impidiendo pensar al espectador y, por lo tanto, participar del tema tratado. Impidiendo una réplica activa a su voz.

Un director que hacía filosofía con sus películas era el japonés Yasujiro Ozu, maestro de un estilo reposado gracias a los célebres pillow shots, planos de recurso entre escenas dispuestos para que el público repasara el contenido de las mismas. La obra de Ozu suponía así una conversación amigable con sus espectadores. La obra de Nolan, un monólogo ruidoso de espectacularidad que empieza a encubrir la inconsistencia del entramado narrativo. Porque si tuviéramos la oportunidad de ver La leyenda renace a cámara lenta, o a ritmo normal simplemente, encontraríamos los enormes fallos de guion que la recorren, con personajes repletos de contradicciones, pasajes repetitivos, secuencias innecesarias y hasta mal rodadas, algo inédito en su filmografía previa. Hasta sus fans más acérrimos han debido enrojecer con el personaje de Matthew Modine, con el torpe sistema de elipsis narrativas o con el final sorpresa. El cúmulo de casualidades y malas decisiones que rige su guion.


Precisamente porque defiendo El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008) y la considero una obra magistral dentro de su género, creo que la tercera entrega ha sido una gran decepción. Nolan trata de incorporar al mundo de Gotham la corrupción, el desencanto y los gritos exasperados que recorren nuestro tiempo: el villano Bane surgirá de las alcantarillas aupado por las clases bajas, ídolo de ultraderecha que vende humo de justicia, de igualdad, de venganza para oasis de los desesperados por un sistema que no les representa. Bane es el Robespierre de Historia de dos ciudades -a la que se homenajea en varias ocasiones-, y su revolución será una farsa demagógica orientada hacia la destrucción. Pero entonces, ¿qué es Batman?

¿Cuál es el papel del héroe atormentado? La leyenda renace continúa el relato tras ocho años de paz tutelada por el trabajo policial y los acuerdos políticos. Una mentira, es decir, una leyenda blindada por el comisario Gordon, ha dado estabilidad y fe al sistema democrático de la ciudad a costa, claro, de ocultar parcialmente los hechos y convertir a Batman en el enemigo de Gotham que, con su marcha, permitiría el libre funcionamiento de la democracia. Pero en esta tercera película, sin embargo, aquella victoria se juzga como un error que ha sustentado a un gobierno débil, propiciando la aparición de figuras tan peligrosas como Bane. Dice ahora Nolan que el pueblo necesita héroes fuertes en los que creer, necesita a Batman y a las hordas policiales de la ciudad, requiere de fuerzas protectoras que les digan cómo actuar. Seres superiores.


Y yo no estoy en absoluto de acuerdo. Dentro de la mescolanza ideológica perpetrada por Christopher Nolan, es posible condenar Guantánamo a la luz de la llamada "ley Jack Dent" pero también burlarse del movimiento Occupy Wall Street y mandar al célebre enmascarado al rescate de la Bolsa. Es posible definir con cierta ambigüedad las intenciones ocultas de Bane, y al mismo tiempo verle atacar un estadio de fútbol americano donde un niño entona a capella el himno nacional. Situaciones demagógicas que contradicen seriamente el discurso optimista, confiado en la ciudadanía, que lucía la anterior entrega de la saga. 

Batman era un monstruo como el Joker, como Bane, como el Espantapájaros; una deformación y un peligro para la convivencia. La lucha siempre había sido entre el orden y el caos, entre la vida y la muerte. Por eso al final de la segunda película Bruce Wayne se sacrifica, por aquello en lo que cree más que en sí mismo. La sociedad necesita madurar en libertad, independiente de héroes mesiánicos malvados o reconvertidos al bien. Mala teoría es defender la incapacidad del ciudadano para regirse por sí solo: piensen la resolución opuesta de El caballero oscuro hace un par de años. Mientras en ella era la gente común y anónima quien asumía la responsabilidad con plena madurez, en esta tercera película es una batalla de policías heroicos contra el pueblo descontrolado y criminal que ha secuestrado el poder de Gotham.

Al margen de lecturas electoralistas de ideología republicana, El caballero oscuro: la leyenda renace es una revisión conservadora de toda la saga del superhéroe. Inevitablemente el prisma político ha cambiado. Empiezan tiempos de bandos, repliegues estratégicos y arrepentimientos. Y el murciélago ya no es uno de los nuestros. Igual que hace Bane, de algún modo, Nolan orquesta una distracción de artificios para contarnos, en última instancia, que no estamos preparados para la mayoría de edad, que el individualismo sigue siendo la base del sistema y el sacrificio la medida de redención. Eso, al menos, se colige entre el ruido.

The Dark Knight rises. Dirección: Christopher Nolan. Guionistas: Christopher Nolan y Jonathan Nolan. Intérpretes: Christian Bale, Tom Hardy, Michael Caine, Marion Cotillard, Anne Hathaway, Morgan Freeman, Joseph Gordon-Levitt, Gary Oldman. 164 minutos. Estados Unidos/Reino Unido, 2012.